Gabriela Fernández A.
Dirección de Investigaciones
Económicas - Banco Central del Ecuador
Cambio de luces
El chico no aparentaba más
de quince años. Llevaba un pantalón ajustado y raído, una
chaqueta negra y en su rostro, el singular brillo de la adolescencia. Caminaba
despacio, mientras la brisa de esa mañana soleada de domingo jugaba con
el pañuelo que tenía puesto alrededor del cuello y pintaba su cara
con un tono de sutil feminidad.
Inexpresivo, apoyado en la palmera, en una pose que recordaría a James
Dean, y mientras daba unas lentísimas pitadas a un cigarrillo sin filtro,
parecía hipnotizado por los monótonos cambios del semáforo:
del verde al amarillo y al rojo, y otra vez al verde, al amarillo y al rojo.
Hasta cuando aquel convertible se detuvo ante la luz roja, el chico no reparó en
la figura que estaba ahí, en el parterre. Con su mugrienta boina blanca
y zapatillas de tela; el cuerpo escaso, los labios como un acordeón
a medio abrir y los ojillos hundidos en sus cuencas, el viejo era otro de los
tantos que se arrastran mendigando en las intersecciones de las avenidas.
El chico vio al viejo acercarse al auto. La mano rugosa extendió un
vaso de plástico, indefectiblemente vacío, frente a la ventanilla
del conductor. En el intento de una sonrisa suplicante, mostrando un par de
encías desdentadas, el fuelle del acordeón se abrió de
repente. Sin siquiera quitar los ojos del parabrisas, el del vehículo
hizo un gesto brusco con la mano izquierda, como si intentara defenderse de
un moscardón zumbante. El viejo agitaba el vasito de arriba hacia abajo,
insistente, torpe, cándido.
Como en un fogonazo, el chico captó el dorado insultante del Rolex en
la muñeca del que apartaba al moscardón; adivinó la inminencia
del cambio de luces. Lanzó la colilla; se desprendió de la palmera;
veloz y ágil, casi se mimetizó detrás del viejo. En seguida
la luz verde, el sonido de un claxon desesperado, y una mano temblorosa limpiándose
el sudor de la frente.
El mendigo quedó solo en la calle, sosteniendo en la mano desamparada
el vaso sin monedas. Sobre su cabeza, el semáforo inmutable volvía
a cambiar al amarillo y al rojo, y otra vez al verde, al amarillo y al rojo.
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?¿No es absurdo arriesgarse tanto por un Rolex?? inquirió la
joven, al tiempo que se acomodaba bocabajo en el colchón y dejaba al
descubierto una espalda desnuda.
?Más absurdo todavía es arriesgarse a morir por uno? respondió,
mordaz, el chico, mientras extraía otro cigarrillo sin filtro del paquete
y miraba con cierta compasión desesperanzada al insecto solitario que
buscaba posarse sobre la lámpara de noche.